En la Cuba castrista (y poscastrista) casi todo funciona mal. Incluso muy mal. Pero hay algo que sigue funcionando bien, incluso espléndidamente: el sistema de protección civil frente a huracanes, tormentas y tornados. Funciona bien porque no consiste en que los cubanos se queden en sus casas mientras equipos de especialistas se encargan de librarles de todo mal. Esos equipos técnicos existen, por supuesto, pero la columna vertebral del sistema son los propios ciudadanos. Cada miembro de la comunidad se encarga de lo que le ha sido asignado. Una vez que los meteorólogos difunde su predicción y el Gobierno dicta la alerta se pone en marcha el proceso. Los ancianos y los niños se dirigen inmediatamente a los refugios habilitados y se cuidan mutuamente. Un grupo se dedica a limpiar las rejillas de alcantarillas, imbornales, tuberías de desagüe; otro a reforzar puertas y ventanas; otro a recoger enseres y basuras de las calles y plazas del barrio o a inspeccionar y despejar rápidamente las azoteas, otros, en fin, a certificar que en todo edificio se centraliza el agua potable, los alimentos y otros insumos disponibles. En cada barrio de las grandes y medianas ciudades cubanas funcionan pequeños equipos de radio de onda corta y también alguien se ocupa de eso, porque el funcionamiento de la radio sobrevive a cualquier corte de suministro eléctrico, a la caída de cualquier sistema informático. Cuba ha conseguido así minimizar los daños materiales y –sobre todo – el número de muertos y heridos cuando un huracán cae sobre la isla y la utiliza como plataforma de despegue. La autoprotección de la población es la clave.
Aquí ocurre potencialmente lo contrario. Durante las últimas horas han aumentado las probabilidades de que se origine una tormenta tropical en las costas senegalesas y que el fenómeno atmosférico puede afectar indirectamente a Canarias. En tal caso se producirían fuentes lluvias fuertes y persistentes en las islas y soplarían vientos muy intensos en cumbres y en algunas medianías. La Aemet ya adelantó este escenario, cada vez más probable, en un comunicado emitido ayer. Algunos ayuntamientos –como el de La Laguna – han obrado en consecuencia. Pero en lo que respecta a lo demás todo el mundo se limita a esperar que la Dirección General de Emergencia y Seguridad active las alertas y avisos de rigor según marca el protocolo. No he visto a nadie interesarse por los imbornales o los desagües. Ningún vecino o grupo de vecinos visitando las azoteas para prepararlas para una lluvia intensa durante tres o cuatro días. Me gustaría saber si en algún bloque de viviendas de Santa Cruz, Las Palmas, Telde o Los Llanos de Aridane se ha convocado una junta de propietarios para –al menos –hablar de los pronósticos y sobre lo que cada uno podría aportar en caso de una emergencia grave. Tampoco ocurre nada parecido en los centros escolares o en los clubes deportivos y recreativos. Todos esperamos instrucciones meciéndonos entre el miedo y el escepticismo. Todos asumimos cómodamente nuestro papel pasivo, nuestra renuncia a las responsabilidades colectivas, nuestra fantasía de una puerta cerrada que nos salva del mundo.
No creo que sea una actitud ideológicamente neutral. Por el contrario es un estilo de vida y una cultura urbana o seudourbana que alimenta y se alimenta de un descrédito cargado de desdén hacia el concepto de comunidad y de responsabilidad compartida e inaplazable. Renunciar a la ciudadanía – y a la política: lo que hacemos entre todos a favor del bien común – para resignarse a ser un cliente. Pero los clientes, como el patio de mi casa, se moja como los demás. Al cliente, aquí y ahora, le venden un paraguas como la solución para el diluvio universal.