En las pasadas elecciones andaluzas José Luis Rodríguez Zapatero ayudó sin duda con algunos miles de votos al aplastante triunfo del conservador Moreno Bonilla al reclamar el orgullo que siente o debería sentir el PSOE por Manuel Chaves y José Antonio Griñán, cuyas sentencias condenatorias serán ratificadas o corregidas por el Tribunal Supremo en los próximos días. Fue simplemente una indecencia, una ocurrencia grotesca e indecorosa. Se insiste siempre (y con razón) en la incapacidad del Partido Popular para reconocer la asfixiante corrupción de su cúpula directiva durante años: como no ha sabido purgar sus pecados democráticos los fantasmas del latrocinio institucionalizado y de la manipulación artera de las instituciones del Estado vuelven una y otra vez a perseguir a Rajoy, Casado, Núñez Feijóo. Pero al PSOE le ocurre exactamente lo mismo con Andalucía. Los socialistas se han empecinado en negar la maquinaria clientelar – y los innumerables chiringuitos – en la que terminó por convertirse el PSOE-A después de décadas ininterrumpidas en el poder. En ambos casos la razón que les lleva al avestrucismo es la misma: la corrupción no fue un asunto episódico, sino un régimen, una realidad estructural. En cierto prólogo Borges habla de algunas obras juveniles que se resignó a no corregir, “porque son textos que no se pueden purificar sin destruirlos”. Con la corrupción del PPP y el PSOE pasa lo mismo. Arrancar sus raíces conllevaría riesgos graves de autodestrucción. No ocurrirá nunca.
Ayer Rodríguez Zapatero volvió a sus proclamas pintureras en un encuentro organizado por la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Trans y Bisexuales, muy próxima al Gobierno de Sánchez y generosamente subvencionada por el mismo. Entre otras gansadas el expresidente celebró la Ley Trans que ha elaborado el Ministerio de Igualdad y la proclamó “hija” de la ley de julio de 2005 gracias a la cual España “se convirtió en el tercer país del mundo en legalizar el matrimonio homosexual”. Por supuesto el excelentísimo señor no argumentó esa filiación paternofilial entre ambas normativas; lo único que buscaba era sumarse a una fiesta y colocarse indirectamente una medalla. Y, por supuesto, dejar claro que si no se aplaude calurosamente el proyecto de ley diseñado por el equipo de Irene Montero uno es un carca irreparable y está decididamente en contra de la libertad y dignidad de las personas trans de todo el país.
Me temo que pertenezco –como muchísimas feministas – a este último grupo. Todo el desarrollo técnico de la comisión ministerial que ha pergeñado el anteproyecto ha estado controlado por activistas queer cómodamente instaladas en los predios de la señora Montero. Agentes particularmente activas y cada vez más influyentes que se han posicionado inteligentemente en ministerios, consejerías, institutos y agencias para imponer su agenda y acusar furibundamente de transfobia –cuando no de cosas peores – a los que discrepan de sus posiciones. No es extraño que lo mejor del feminismo sea abiertamente crítico con la teoría queer y sus derivaciones políticas e ideológicas. Como explica Amelia Valcárcel para el concepto feminista de igualdad “el sexo no tiene que ser decisivo para disfrutar de derechos y bienes”, mientras la teoría queer reivindica que el sexo no existe “y plantea el género como una proliferación de identidades paródicas”. El proyecto legislativo de Montero privilegia una visión ideológica – la queer precisamente – que es el eje de los objetivos y el lenguaje mismo de la norma. El sexo – ya no el género – es una decisión personal, un deseo, un sentimiento, una real gana elevado a derecho objetivo. Ser es sentir y como me siento mujer, hombre o rododendro nadie puede atacar mi identidad. Y así adolescentes de diez, doce o catorce años pueden comenzar a hormonarse sin otra autorización que la suya propia, sin que sea preceptivo un informe psicológico o médico. Este es el triunfo democrático y cívico de Rodríguez Zapatero e Irene Montero, papá y mamá del transgenerismo sin barreras.