Allá abajo lo de siempre. Y aquí, en la tribuna de prensa del salón de plenos del Parlamento, pues también: nadie. A algunos un servidor se les antoja muy pesado. No les falta razón, pero no exactamente por el asunto de este artículo. Que absolutamente ningún periodista esté siguiendo el transcurso del pleno parlamentario no es una anécdota más o menos curiosa, sino un fracaso del propio parlamento, una renuncia inadmisible del propio periodismo. Ya vuelan los diputados –gobierno y oposición—libres de cualquier fiscalización, análisis o curiosidad de los periodistas. Les vino muy bien la pandemia. En efecto siguieron celebrándose las reuniones plenarias, dividiéndolos en dos salas, y con el concurso de los instrumentos telemáticos. Pero se prohibió taxativamente que los periodistas deambularan por los pasillos. ¿Qué van a hacer jociqueando de aquí para allá, dirigiéndose impunemente a los diputados, pretendiendo intercambiar alguna palabra – dios nos asista – con un consejero o consejera del Gobierno autónomo, perdiendo de vista cuál es su lugar? Si quieren una entrevista, bueno, que llamen al jefe de prensa, que para algo tenemos jefes de prensa con 50.000 euros anuales, ¿no? Y por favor, con un esbozo de cuestionario previo. Esa actitud es particularmente intensa entre sus señorías más jovencitas, a las que les parece intolerable que se les plante al lado un pringado con expresión de mastín hambriento a hacerles preguntas. Las preguntas (para colmo) que les da la gana. Y a veces blandiendo casi pornográficamente una grabadora en la mano. Pero esto qué es. Un poco de orden. Esperen, al menos, a que salgamos al jardincito ese. No, lo siento. Llame al jefe de prensa. ¿Disculpe? ¿Perdone? Conozco a una diputada que allá por el comienzo de la legislatura llegó a amenazar con llamar a un ujier porque un periodista pretendió preguntarle algo. No ha llamado a ningún ujier. Pero es que tampoco se le acercado más ningún periodista.
Los diputados, y especialmente los presidentes y portavoces de los grupos de la mayoría parlamentaria, son directamente responsables de esta situación. Porque evidencian día tras día su desprecio a los medios de comunicación y, especialmente, a la prensa, a los meatintas, a los juntaletras. Es un fenómeno que se repite en otros parlamentos autonómicos, pero que en Canarias tiene una fuerza tan inusitada como democráticamente indecente. En el Congreso de los Diputados ocurre menos, porque allí están presentes los grandes medios nacionales, que todavía no admiten generalizadamente este escupitajo al periodismo. Cabe pensar, desde luego, en la educación democrática de sus señorías. Es aproximadamente nula en la mayor parte de los casos, sin excluir a la izquierda, desde luego; en realidad, incluyendo a la izquierda en primer lugar. El ambiente generalizado es de un señoritismo chulesco e ignorante: quien paga manda.
No existe parlamentarismo sin medios de comunicación: son instituciones que nacieron simultáneamente y alimentaron mutuamente su crecimiento, su madurez, su pertinencia social, cultural e ideológica. Sin luz ni taquígrafos un parlamento es un tugurio infecto de oportunistas, de arrebatacapas, de vividores y funcionarios del partido que entienden la democracia como una cosa nostra. Pero ignorar la obligación informativa no significa pagar ningún precio por parte de los diputados. Y por supuesto que no está excluida la amenaza en ninguna de sus variedades: desde la sonrisa conmiserativa de advertencia o el recordatorio de que el plumilla siempre tiene alguien por encima que puede privilegiar la gramática del poder sobre la gramática del periodista. Entonces se hace un segundo de silencio que durará tal vez veinte, treinta o cuarenta años en el alma infeliz del escribidor, que se siente repentinamente como el actor secundario de una perfomance sin espectadores, sin guión y sin futuro.
Hace algunas semanas estos mismos diputados felicitaban calurosamente al comisionado de Transparencia por su admirable gestión en un ejercicio de cinismo burletero. Viva la transparencia, pero lejos del periodismo. Nadie en la tribuna de prensa. Nadie siguiendo el pleno por el canal de televisión parlamentario, salvo los técnicos y algún diputado sinceramente narcisista. Claro que el Parlamento tiene su propia jefa de prensa, pero tampoco se la ve jamás en la tribuna ni habla con la prensa, ni responde a preguntas o requerimientos, ni le interesa un bledo las opiniones o las necesidades de los profesionales a cuya disposición debería estar todos los días. En sí misma es una hipótesis silenciosa. Como tantas y tantos jefes de comunicación en las instituciones públicas. Como la misma democracia parlamentaria: una hipótesis cada vez más inverificable.