Desde hace un par de años en España es un hervor de propuestas de reforma electoral. Frente a lo que el Gobierno del PP llama cómicamente reformas estructurales (básicamente recortes presupuestarios, liliputización de derechos sociales y abaratamiento del despido) se agita desde la sociedad civil y las fuerzas de izquierda minoritarias una agenda de reformas políticas entre las cuales los cambios en la normativa electoral parecen gozar de singular predicamento. En Canarias este interés ha reforzado una ya vieja y muy razonable reivindicación sobre el sistema parlamentario autonómico. Desde que la reforma electoral de 1996 –perpetrada al socaire de la reforma del Estatuto de Autonomía — elevó los topes porcentuales a nivel regional e insular (del 3% al 6% en el primer caso y del 20% al 30% en el segundo) las quejas y denuncias han sido constantes. La reforma de 1996 fue pactada entre Coalición Canaria y el Partido Popular, mientras el PSOE se abstuvo. El objetivo pretextado fue entonces conferir más estabilidad al sistema y evitar un parlamento excesivamente fragmentado (la primera cámara regional, elegida en 1983, llegó a tener siete fuerzas políticas representadas en sesenta escaños); la meta real, privilegiar a los tres principales partidos del archipiélago. Cabe recordar que en 2007, por ejemplo, el PIL obtuvo en Lanzarote el 22,3% de los sufragios y no consiguió representación alguna y Nueva Canarias cosechó en Gran Canaria el 11,83% y quedó fuera del Parlamento, mientras que CC, con la mitad de los votos, obtenía, gracias a superar el 6% insular, un escaño en dicha circunscripción. En 2011 la coalición electoral nucleada alrededor de NC y Socialistas X Tenerife, con el concurso del PIL, consiguió tres diputados.
El sistema electoral canario es complejo: se asienta en la denominada triple paridad, discutible y discutida cuadratura del círculo que los responsables del Estatuto de Autonomía encontraron para evitar las tensiones entre Gran Canaria y Tenerife, por un lado, y las islas capitalinas y las que no lo son, por otro. Coyunturalmente resulta difícil juzgarla como una norma pésima si uno se resigna a operar con criterios de realismo políticos y recuerda las circunstancias de principios de los ochenta, la principal de las cuales era, simplemente, que Canarias no era un proyecto político regional: tanto el patrón organizativo de los partidos y coaliciones como los liderazgos políticos respondían a una realidad irreductiblemente insular. La triple paridad reclamaba inevitablemente una doble barrera electoral, regional e insular. No se trata de un engranaje disparatado en absoluto ni una explosión de irracionalidad corsaria de los responsables del Estatuto autonómico. Se repite desde entonces que el 17% de la población – los ciudadanos que viven en las islas menores – eligen al 50% de los diputados. Pero es que se trataba precisamente de eso: de conceder a las islas menores una sobrerrepresentación que tenía por objeto potenciar su papel político – y no su tradicional vasallaje a Tenerife y Gran Canaria—en un proyecto institucional aceptado, compartido y defendido por todos. Imaginar en los primeros años ochenta a socialistas, insularistas y conservadores dibujando un sistema electoral en su exclusivo beneficio en el siglo XXI – cuando los primeros estaban seguros de su eternidad en el poder, los segundos ni soñaban con articular una fuerza nacionalista y los terceros eran todavía Alianza Popular: un parque de recreo semifranquista – es disponer de una fantasía política demasiado viva.
La triple paridad – con más fuerza aun que los topes porcentuales – ha devenido realmente el status quo inviolable en el sistema electoral canario. La sobrerrepresentación de las islas menores (ya se sabe: un escaño cuesta en El Hierro unas 1.500 papeletas frente a las 20.000 aproximadamente en Gran Canaria y Tenerife) no será finiquitada fácilmente. Concebir una lista regional complementaria de diez diputados, por ejemplo, sería una opción alternativa razonable, relativizaría la sobrerrepresentación de las islas periféricas y estimularía una cultura político-electoral regional. Regresar a los topes electorales anteriores a 1996 – o incluso, como propuso en su día el exdiputado y profesor de Derecho Constitucional Santiago Pérez, reducir el tope insular todavía más, hasta al 5%, como ocurre con las elecciones a cabildos insulares – aumentaría la eficacia representativa del Parlamento canario y el pluralismo de la Cámara. Pero convendría hacer algunas matizaciones a propósito de asombrosas fantasías, comentarios disparatados y excomuniones normativas que se han escuchado en los próximos meses.
a) Ningún sistema electoral es perfecto y consigue el milagro de trasladar todas las sensibilidades y opciones políticas al espacio representativo. Ninguno. Dicho de otra forma: siempre existe un porcentaje de votos que van directamente a la papelera, es decir, que no obtienen representación. En los comicios autonómicos de 2011 esos votos, en Canarias, sumaron poco más de un 8%, y ese porcentaje es perfectamente asimilable al de otros sistemas electorales en democracias representativas. La democracia representativa es un procedimiento de participación polítca insustituible pero, al mismo tiempo, y si uno de toma la suficiente distancia, votar es un método de selección de preferencias bastante imperfecto.
b) Existen simulaciones electorales. Regresando a los topes anteriores a 1996, y sobre los resultados de los tres grandes partidos de la Cámara regional en 2011, siguen teniendo una amplia mayoría: entorno a los cincuenta escaños. Ciertamente NC duplica sus diputados (en solitario) o Izquierda Unida podría obtener representación (uno o dos escaños) al igual que el CCN (un escaño). No se produce ningún vuelco espectacular, incluso si el tope electoral insular se reduce al 5%. ¿Por qué NC podría crecer más si es una fuerza de ámbito reducido, en la práctica, a la isla de Gran Canaria? ¿Cómo podría sobrepasar IU los dos escaños si apenas tiene incardinación municipal?
c) Llegar a afirmar, como ha hecho el dirigente de IU en Canarias, Ramón Trujillo, que en el Archipiélago “no existe democracia representativa” es una aseveración ligeramente demencial que no resiste someterla a la realidad política de Canarias y, por enésima vez — y sin negar la imperiosa necesidad de una reforma electoral en esta Comunidad autonómica –funciona como una excusa magnífica para explicar unos resultados electorales penosos que, en la última década, no permitirían a IU obtener representación ni con un 5% de tope en las circunscripciones insulares y eliminando cualquier barrera regional.
d) Es decepcionante la indiferencia que, frente a la reforma electoral, tan apetitosa, se muestra sobre el control y la exigencia de los ciudadanos sobre sus representados. Votar, se vota cuatro años, hacer política, se hace a diario. Es más cómodo lo primero que exigir (a través de entrevistas, cartas, militancia partidista, sindical o cívica, manifestaciones e impulso a nuevas formas de participación) que los políticos elegidos consideren los interese de sus electores y no actúen como marionetas de las oligarquías de sus respectivos partidos. La reforma electoral resulta imprescindible en Canarias, pero en Canarias, como en el resto de las democracias parlamentarias, es igual de urgente conseguir que los representantes se sientan concernidos durante su mandato por los representados.