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Estercolero

La afirmación –escasamente discutible – de que twitter es un estercolero ha sido certificada una vez más en las últimas 48 horas a propósito de cientos, si no miles de nauseabundos comentarios sobre el asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco. Para relativizar la evidencia se suele señalar que twitter –como el resto de las redes sociales – no crea estúpidos, tarados o miserables, sino que, simplemente, les ha proporcionado una audiencia – una presencia semántica –que antes no tenían. Pero no lo tengo tan claro.
Las redes sociales han sido reiteradamente bendecidas no solo ni prioritariamente como canales de expresión, sino como espacios de diálogo, comunicación y reparto de información y contenidos. Sin embargo es más difícil encontrar diálogo en twitter que en cualquier pleno del Parlamento de Canarias. Mayoritariamente los usuarios entienden twitter como una trinchera para posicionarse más emocional que analíticamente sobre acontecimientos y discursos externos. En sus expresiones más vivas y desaforadas el tuitero  español practica un guerracivilismo furibundo. No se define por su interpretación de los acontecimientos, sino por su adhesión sentimental y mecánica a la apología o condena de los mismos y eso no excluye, sino todo lo contrario, a políticos, periodistas o profesores universitarios. Twitter es –entre otras cosas — una expresión  tecnológicamente maravillosa de la cultura trash. Hace muchos años, en una entrevista, el dramaturgo Fermín Cabal me dijo que reparó en la inutilidad del teatro comprometido  cuando descubrió que “solo convencía a los previamente convencidos”. El tuitero está previamente convencido de cualquier cosa antes de la primera consulta a su timeline al amanecer. Y si el diálogo es una aventura estéril es porque las redes sociales – como toda la cultura digital popular – son receptáculos fruto de la reacción, no de la acción. El usuario de twitter o de facebook no toma iniciativas de comunicación: reacciona invariablemente – y rara vez no lo hace de forma binaria – frente a hechos y contenidos que caen mansamente desde la nube digital que nos envuelve. Entre la pululante multitud que opina ininterrumpidamente – porque la opinión ya no es un derecho sagrado, sino una práctica masturbatoria – no cabe distinguir personalidades, sino una vasta fuente de fragmentos babeantes dispuestos a no entender nada, pero decididos a que quede muy clara su posición, su queja permanente, su sacrosanta indignación, su lucidez insobornable para la inteligencia, su ingenio chispeante, su inextinguible astucia al distinguir lo negro de lo blanco y viceversa.
Una hipótesis: las redes sociales no se limitan a publicar la estupidez, la maldad o la ignorancia. Son estructuras que por su propia naturaleza operativa y su fantasioso espíritu democratista la fomentan, estimulan o legitiman.

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Totus tuits

Aseguran que Benedicto XVI – y su tropelía de asesores y tiracasullas, entre los cuales no esta José Carlos Mauricio porque no quiere – encontró dificultades en hallar un nombre para su nueva cuenta en twitter, porque los impostores ya los habían pillado todos. Su Benedicticidad encontró la solución recurriendo a tomarse muy en serio, algo que a humoristas y vacilonistas nunca se les hubiera ocurrido, y así encontró @pontifex, que a pesar de los arrumacos de la curia, que explican que en latín significa “constructor de puentes”, es una expresión que apunta directamente al título de Pontifex Maximus, la máxima jerarquía religiosa en la antigua Roma. Cientos de miles de personas esperaron hoy el primer tuit del Papa que llegó puntualmente al mediodía: “Me uno a vosotros con alegría por medio de Twitter”. Algunos quedaron ligeramente defraudados, como si hubieran estado esperando un resumen en 144 caracteres de la Summa Teológica, la prueba definitiva de la existencia de Dios o la opinión papal sobre las orgías sexuales de Berlusconi o las orgías financieras de Monti.

El Papa no va a decir absolutamente nada en twitter. En realidad el Papa no está ni estará en twitter. El Vaticano ha explicado que el Papa no seguirá a nadie, aunque admite generosamente que lo siga todo el mundo. El principal fundamento y atractivo de esta red social – posibilitar una conversación potencialmente abierta a todos los usuarios —  resulta incongruente con la naturaleza de la Iglesia Católica en particular y de cualquier iglesia en general. ¿Una conversación abierta? ¿Preguntas, bromas, ironías, cuestionamiento, crítica y el Papa ahí, en pelota dialéctica y a la vista de todos, desde la Señorita Puri hasta Fernando Ríos Rull?  Por el amor de Dios. Es impensable. Por lo tanto, el Santo Padre no sigue a nadie. A nadie tiene que escuchar. Todo ese incesante y cacofónica corriente de memeces atrabilarias, observaciones inteligentes, ingenio charcutero, curiosidad chismosa y talento sintético le resulta indiferente. En realidad es una cuestión de marca. La marca del Papa de la Iglesia Católica debe estar, como la de cualquier empresa, presente, aunque reducida a su mínima expresión, en las redes sociales que abarcan todo el planeta. El chispazo entre las supersticiones religiosas y las nuevas tecnologías añaden un plus de estupefacta fascinación. Sin embargo, se lo tiene que currar. Apenas ha conseguido 800.000 seguidores. El Dalai Lama cuenta ya con más de cinco millones. Pero tampoco sigue a nadie. Ni al Papa. Son muy suyos. Son lo que siempre han sido, a caballo, en carroza, en silla gestatoria o en twitter.

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La lengua sacrificada

De vez en cuando, desde que tengo (mala) memoria, se publica algún curioso estudio o una estadística tremolante que insiste en la pobreza de lenguaje de los adolescentes o los jóvenes. En los últimos años lo más frecuente es relacionarla con el voraz consumo de televisión, el fracaso escolar o el uso de las videoconsolas. Más recientemente se insiste en la malvada influencia de la telefonía móvil e Internet. No sé. Es posible. Un amigo me insiste en que gracias a las redes sociales, particularmente a facebook y a twitter, la gente escribe más que nunca. Expreso mi escepticismo de guardia. El twitter es una falsa conversación entre aforistas frustrados. Un señor que sabe mucho de esto, don José Luis Orihuela, el responsable de una bitácora de referencia, e.cuaderno.com, seleccionó hace algún tiempo sus “favoritos en twitter”, una suerte de antología de mensajes memorables en 140 caracteres. Entre los más brillantes figuran los siguientes:
“Cuando el título del cargo del funcionario (sic) ocupa más de una línea ese tipo está puesto para complicarlo todo”
“¿Y tu media naranja? Por ahí, rodando con las mandarinas equivocadas”
“Haciéndome demasiadas preguntas que nadie podrá contestar…Relax, estamos a lunes”
“La mujer maravilla, el hombre araña”
“Que no te preocupe la muerte, sino poner algo importante entre tú y la muerte”
“Qué difícil es decir no y hacerlo bien”
“Conozco a una chica tan fashion que en ligar de nachos pide Ignacios”
“Trabajar es la manera más rentable de perder el tiempo”
“No quiero comodines, sino bazas firmes. Si no llegan, continuaré haciendo solitarios”.
“En el descanso, Internet sigue 2.0”
Ejem. Maese Orihuela debió leerse muchos miles de mensajitos durante un año para espigar este florilegio de prodigios, en los que es difícil encontrar influencias de Canetti o de Óscar Wilde, precisamente. La mayoría de los twitter seleccionado se me antojan greguerías frustradas, como las que sus seguidores le remitían inmisericordemente en cartas o postales al pobre Ramón Gómez de la Serna, cuando no chistecillos del tres al cuarto. Por supuesto, en cualquier momento puede llegar Agustín Fernández Mallo y convertir esto en un subgénero posliterario. Creo que la más prudente es no lanzar análisis precipitados (como los del propio Orihuela: “twitter es el sistema nervioso de la nueva sociedad de la información”) ni confundir las redes sociales con una explosión de participación en lo público o una salutífera recuperación de la palabra y sus valores éticos y estéticos. A mi amigo le contesté que, en el plazo de una década, sería posible eludir la escritura en facebook o en el twitter: emitirías oralmente tu mensaje o tu apunte y el dispositivo técnico en cuestión se encargaría de convertirlo en letra impresa o imprimible. Quizás puedas igualmente, a golpe de voz, colgar fotografías, gráficos o vídeos. Veamos entonces lo que queda de excipiente literario en las redes sociales.
La habitual jeremiada del empobrecimiento lingüístico entre los adolescentes es más una expresión de hipocresía que la constatación de una obviedad. Basta con un somero análisis de las retóricas y los mensajes de candidatos y partidos políticos en la actual campaña electoral para comprobar que su uso del lenguaje no desdice el de un adolescente con problemas para superar el bachillerato. De hecho, después de leer tres intervenciones públicas, espigadas al azar, de Paulino Rivero, José Miguel Pérez y José Manuel Soria puede asegurarse que ninguna de las mismas utiliza más de un millar de palabras, poco más de las 700 que puede manejar con cierta soltura un quinceañero escolarizado. Lo peor, con todo, no es la pobreza léxica y la expulsión del matiz a los infiernos, sino la momificación de una sintaxis misérrima que a veces linda con el agramatismo. No se trata de una torpeza compartida que tenga como precio la insignificancia: es la insignificancia mantenida como objetivo comunicativo central. La insignificancia del mensaje político (sea nacionalista, conservador o socialdemócrata) busca la desidentificación frente al electorado para no perder un solo voto: los coalicioneros buscan no parecer demasiado nacionalistas para no extraviar sufragios que ni siquiera merecen ser llamados regionalistas, los conservadores persiguen no ahuyentar a ningún segmento del electorado centrista y moderado, los socialdemócratas, atraer a quienes no son socialdemócratas. La simplificación y la rutinización de la banalidad resultan, igualmente, el soporte de la crítica y descalificación del adversario político-electoral, que viene a ser la principal actividad retórica de los partidos mayoritarios y de muchos que no lo son: el adversario ni siquiera es descalificado por lo que hace y propone sino, especialmente, por lo que es: un nacionalista, un derechista, un socialdemócrata, un ecologista o hasta un antisistema.
En un espacio público fuertemente intervenido por los intereses partidistas y por la ideología de status quo, este miserabilismo lingüístico y cultural se convierte en el sistema gramatical de legitimación de las estructuras de poder. A través de un conjunto de técnicas y recursos lingüísticos (circunloquios, elìpsis, frases-titulares, adjetivos de distracción, falacias esculpidas en el mármol de la estupidez propia y ajena) la realidad queda debidamente amaestrada y a cualquier intromisión en este enjuague se le aplica la disonancia cognitiva. Los medios de comunicación tradicionales tienen una responsabilidad ineludible en esta catástrofe cotidiana que convierte cualquier proclamación de pluralismo, en el mejor de los casos, en un propósito hilarante y al cabo frustrado. Y eso es lo peor, porque como nos enseñó Karl Kraus, la degradación de la lengua es equivalente a la degradación del pensamiento, de la cultura y de la participación política. “El poder no solo no es separable de las víctimas, sino también de la lengua. Lengua y poder se nutren”. Gracias a eso, a la destrucción del lenguaje como instrumento de reflexión y crítica, Paulino Rivero puede afirmar que Canarias tiene el mejor sistema educativo de Europa, José Manuel Soria criticar acerbamente la política económica de un Gobierno en el que fue consejero de Economía y Hacienda durante tres años y medio, José Miguel Pérez aseverar que su objetivo principal será la mayoría social cuando sus compañeros en el Gobierno español están aplicando una política de ajustes presupuestarios brutales y recorte de derechos sociales, los dirigentes socialistas andaluces proclamar su honestidad incólume o Francisco Camps presentarse de nuevo a la Presidencia de la Generalitat valenciana rodeado de una docena de imputados en las listas del Partido Popular. Un carrusel de insignificancias verbales adorna y pretende justificar esta descarada putrefacción moral cuya descomposición comienza a heder en los adjetivos y circunloquios empleados en cada caso. Nadie respeta la lengua porque nadie respeta ya los principios y exigencias del sistema democrático y viceversa. En el altar de los parlamentos, las cúpulas empresariales y los grandes medios de comunicación la lengua es burlada, martirizada y reducida a un guiñapo e ignoramos que lo que se está sacrificando no es otra cosa que nosotros mismos. “Enseñar a ver abismos allí donde aparecen lugares comunes: eso sería una tarea pedagógica para una nación crecida en pecado (…) Ninguna imaginación es más grande que la posibilidad de pensar dentro de ella. La imaginación consigue figurarse un afuera que abarca la plétora de felicidades de las que uno ha carecido: es una recompensa para el alma y para los sentidos y aun así abrevia. La lengua, en cambio, es la única quimera cuya capacidad de engaño no acaba nunca: es lo inagotable que no empobrece la vida. ¡Que el ser humano aprenda a servirle!” (Karl Kraus, La Antorcha).

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