Urquizu

Regresar al reformismo

Cuando en el futuro se construya un relato histórico de la crisis de principios del siglo XXI, desde un punto de vista político, económico y presupuestario, el año 2013 constituirá un punto de inflexión decisivo. A partir de entonces podrá comprobarse que la crisis – en toda su compleja dimensión fiscal y crediticia, nacional y continental – no se limitó a producir dolorosos costes sociales. La crisis está transformando socialmente el país – entienda usted aquí España o Canarias – y Europa parece decida a pisotear y enterrar el proyecto social y cultural que concedía la más sólida base de legitimidad de las instituciones y políticas comunitarias desde Berlín hasta Lisboa. Entre otros hitos esa transformación social pasa por el desmantelamiento del Estado de Bienestar – no por reformas que racionalicen su operatividad y garanticen su supervivencia – la tolerancia de una alta tasa de desempleo estructural, la fragmentación de las clases medias, la privatización y/o monetarización de servicios públicos, sin excluir la administración de justicia, la salvaguardia de los intereses financieros, la satanización o criminalización de la disidencia y, al menos en España, una regresión cultural hacia valores conservadores en lo religioso y lo moral con el apoyo manifiesto o implícito del Estado en el ámbito de lo público. Las izquierdas parecen incapaces de reaccionar o, mejor dicho, se limitan a reaccionar, sin poder ofrecer un diagnóstico propio y un conjunto de propuestas priorizadas, coherentes y viables: un programa político. Un programa político que consiga transformar la realidad y evitar un capitalismo indomesticable, para lo que es condición indispensable conocerla, registrarla, metabolizarla. Es decir, un programa político radicalmente reformista. El programa político propio de una socialdemocracia que – en expresión de Ludolfo Paramio – es actualmente una socialdemocracia maniatada.

Existen otras izquierdas. Las izquierdas celestiales. Izquierdas e izquierdistas que piden al mismo tiempo salir del euro y establecer una renta básica universal, no pagar la deuda pública e iniciar un programa de inversiones en obra civil, ganar las elecciones y ciscarse en el sistema político-electoral, ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados y salir a la calle para unirse a manifestantes que gritan no nos representan. Las izquierdas que agitan un papelito –sin una gramo de análisis económico – en el que se afirma que se podrían recaudar fiscalmente 60.000 millones de euros más pero que olvida que la deuda pública y privada suman más de un billón de euros en este país y que se encuentran, en buena parte, interrelacionadas, las izquierdas que prometen el pleno empleo pero para lo que lo mejor sería regresar a la legislación laboral de 1982. Una combinación letárgica entre populismo, radicalismo y viejas fórmulas de la socialdemocracia de entreguerras. “Que la realidad”, dice el viejo adagio periodístico, “no me estropee un buen titular”. “Que la realidad”, podrían remedar las izquierdas celestiales, “no me estropee una buena revolucioncita, pero sin hacer pupa a nadie”.  Ahora lo mas florido –y se hace mucho desde el cielo de la izquierda redentora — es equiparar el PP y el PSOE. José Luís Rodríguez Zapatero llegó al poder con un proyecto incompleto, bastante oportunista y no suficientemente meditado, pero bastaría con recordar la ley de Dependencia, el matrimonio homosexual, los avances políticos y legislativos a favor de la mujer, el incremento de las becas o el aumento de los presupuestos  públicos de I+D+I para comprender que incluso un socialdemócrata tan moderado, mercadotécnico y errático como Rodríguez Zapatero presenta diferencias apreciables con la derecha española.

Una parte fundamental del nuevo reformismo socialdemócrata está relacionado necesariamente con el presente y el futuro del proyecto de la Unión Europea. En un libro reciente y muy interesante, La crisis de la socialdemocracia, Ignacio Urquizu plantea que la cesión de soberanía nacional a la UE se ha traducido en una desdemocratización  de la vida política española, francesa, italiana, etcétera. Las restricciones a la capacidad de los gobiernos democráticos nacionales – su cada vez más limitado margen de maniobra – no han tenido como contrapartida en la capacidad de los ciudadanos europeos de influir en las instituciones supranacionales. Solo desde Europa se pueden implementar un ambicioso programa de reformas socialdemócratas – desde una fiscalidad común hasta planes de inversiones que actúen como estímulo económico– que ahora están vetadas a los gobiernos nacionales. Desde este punto de vista la Unión Europea es el principal teatro para la revitalización de la izquierda reformista, subsanando los errores de concepción de la arquitectura político-institucional europea y rompiendo la hegemonía ideológica cultural del neoconservadurismo: el Banco Central Europeo no puede seguir teniendo como único objetivo, por ejemplo, el control obsesivo por la inflación. En el ámbito de un capitalismo globalizado solo cabe responder con eficacia democrática y verdadera capacidad de reforma desde una unidad política supranacional.

Esto no quiere decir – desde luego, el profesor Urquizu no lo dice – que fuera de Bruselas y Estrasburgo no se pueda hacer nada. En realidad está todo por hacer. Desde la reforma de los partidos socialdemócratas –rompiendo la oligarquización enquistada y renovando los sistemas de selección de élites dirigentes y candidatos – hasta propuestas concretas en materia económica, laboral y fiscal. ¿Por qué el Estado de Bienestar solo puede financiarse a través de  aportaciones de los trabajadores y no complementariamente con impuestos específicos? En la alta tasa de desempleo que soporta España (no se diga Canarias) incluso en ciclos de crecimiento sostenido, ¿no ha incidido en absoluto una legislación laboral que dualiza terriblemente el mercado de trabajo? ¿El contrato único es realmente una pesadilla de derechas o una oportunidad? ¿La denominada mochila austriaca no podría ser un complemento de una pensión de jubilación pública? ¿Por qué la izquierda se ha dejado secuestrar por la derecha las virtudes del mérito y del esfuerzo, cuando la izquierda siempre amó en el pasado –quizás un poco exageradamente, es cierto – la meritocracia? En su libro, el profesor Urquizu establece tres fases en la evolución de la socialdemocracia: reformismo, remedialismo y resignación. Se trata, precisamente de, adaptándose a los imperativos de una  realidad mucho más compleja y dinámica, que la que vivió el viejo Bernstein, de romper esa resignación de gestores de buena voluntad y resultados indiscernibles de la derecha y volver a la senda reformista.

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Regresar al reformismo (y 2)

El libro que estimuló estos dos últimos artículos (La crisis de la socialdemocracia, ¿qué crisis?, de Ignacio Urquizu) es fundamental y un tanto crípticamente optimista. Para el profesor Urquizu la socialdemocracia, en sentido estricto, no está en crisis: tiene por delante “una hoja de ruta con retos, objetivos y soluciones”. Sin embargo, simultáneamente, Urquizu afirma algo mucho más grave: “No es la socialdemocracia la que está en crisis, sino la democracia”. Es decir, el vaciamiento de poder de las instituciones representativas, la desdemocratización de facto de los sistemas parlamentarios, con la característica distintiva, en la Unión Europea, de un cesión cada vez más amplia de soberanía hacia instituciones supranacionales cuyo control democrático por los ciudadanos se antoja, al menos, discutible. Pues bien, es difícil diagnosticar una crisis sistémica de las instituciones democráticas y afirmar paralelamente que el reformismo socialdemócrata está como un pimpollo y solo tiene que ponerse a trabajar –y ganar elecciones – para recuperar la fuerza y resplandor de antaño. No, la situación es otra. La quiebra de la socialdemocracia, la momificación de sus estrategias, la erosión de su discurso, la pérdida de su credibilidad, hunden sus raíces  en la crisis de la democracia representativa tanto –al menos –como en la evolución del capitalismo en los últimos treinta años, procesos ambos peligrosamente relacionados. Y sobre todo, en la incapacidad de la socialdemocracia para afrontar esta deriva, ante la que apenas ha rechistado. Al contrario: se ha adaptado a la misma y en ocasiones, incluso, la ha legitimado suicidamente.

Del libro del profesor Urquizu – como de otros análisis recientes, como Más democracia, menos liberalismo, de Ignacio Sánchez-Cuenca – se desprende una falta de urgencia que quizás esté justificada por su pulcro carácter académico. Pero desde un punto de vista político y social la situación actual es de una urgencia angustiosa. La rapidez con la que se está transformando el modelo social,  cabalgando sobre la crisis fiscal originada por los problemas de la deuda pública y privada, es relampagueante. Y la actitud de la socialdemocracia ha devenido, en el mejor de los casos, puro resistencialismo, como el que practica mal que bien el presidente Hollande en Francia. En el resto de las izquierdas prima un reverdecimiento de la retórica maximalista y el ofrecimiento de medidas y propuestas tan lúcidas, delicadas y eficaces como las del doctor Frankenstein en su mesa de operaciones. Es una situación desesperante, entre una socialdemocracia que ha abandonado el reformismo y unas izquierdas – en España perfectamente representada por IU – para la que todo reformismo es una genuflexión lacayuna y se entretiene soñando y coreando cambiarlo todo de arriba abajo. Ese todo ambigüo y oprobioso que los mejor informados llaman “el régimen”. El sindicalista Diego Cañamero visita Tenerife y grita a amigos y simpatizantes: “¡Viva la clase obrera!” y todo es un fragor de aplausos entusiastas. Nadie considera de interés preguntarle qué es la clase obrera. Yo mismo estaría dispuesto a sumarme al grito si me lo aclararan previamente. El desempleo abrumador, la miseria creciente, la dinamitación del Estado de Bienestar, la impunidad de la oligarquía bancaria, la conculcación de derechos constitucionales son evidencias cotidianas. La fraseología de la clase obrera, en cambio, funciona únicamente como un código de identificación emocional.

Y el único sendero factible está, precisamente, en el reformismo político y social sobre la que la socialdemocracia partidista no piensa y las izquierdas (comunistas, ecosocialistas, feministas, anarquistas) no quieren pensar. Es más: izquierdas y derechas (conservadores o liberales) coinciden alarmantemente en entonar el responso a la socialdemocracia, cargado de un desprecio caricatural. Y eso ocurre, exactamente, cuando la única estrategia para que las sociedades democráticas europeas no sean brutalmente transformadas en contra de los intereses de la mayoría ciudadana  es la construcción de un compromiso histórico entre la socialdemocracia y las izquierdas comunistas y ecosocialistas que debe tener su primer escenario de acción en la Unión Europea. El compromiso histórico fue el frustrado intento de llegar, allá por los años setenta, a un acuerdo básico de reforma política e institucional entre el PCI y los sectores menos corruptos y más reformistas de la Democracia Cristiana italiana. El proyecto terminó desangrado en el maletero de un coche: el asesinato de Aldo Moro. Ese compromiso histórico le urge a la izquierda si no quiere limitarse a ser (unos y otros) elementos decorativos en los sistemas parlamentarios. En una situación de emergencia excepcional resulta imperativo articular propuestas y alianzas excepcionales.

Antonio Gramsci elaboró un concepto de praxis política todavía útil: el concepto de hegemonía. No se trata de disolver las identidades político-ideológicas de las izquierdas de principios del siglo XXI en el enésimo frentismo electoral. Se trata de sumar esfuerzos alrededor de un programa que asuma como propio los objetivos y reivindicaciones sociales de carácter progresista procedentes de todos los sectores de la sociedad, priorizando especialmente el fin de una democracia intervenida y la reconstrucción del Estado de Bienestar. Uno de los primeros deberes de supervivencia y eficiencia de un partido o movimiento de izquierdas es diagnosticar y metabolizar críticamente la realidad, y el 15-M es un recordatorio pertinente en un aspecto concreto: obtuvo su potencia y su capacidad de proyección  por su perfil transversal e inclusivo y por el uso de un lenguaje político liberado del eslogan babieca.

Si no es así, si no se toma resueltamente, desde una unidad estratégica de la izquierda, en Europa y en España, el sendero de la reforma, orillando el pancismo socioliberal y el revolucionarismo marxistoide, apoyando y apoyándose en sindicatos, plataformas y comités ciudadanos, el porvenir será muy oscuro y la partida estará definitivamente perdida.

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