Cada cinco o seis días muere una mujer víctima de la violencia doméstica en España. ¿Saben por qué elegido esta frase? ¿Por qué, por ejemplo, no escribo asesinada por un hombre? Bueno, porque a los periodistas nos enseñaron (con peor o mejor fortuna) que hasta que no exista una sentencia, y salvo casos de una demoníaca obviedad, no podemos hablar de asesinato o de homicidio. ¿Y violencia doméstica en lugar de violencia machista? Reconozco que es un diminuto pero inútil intento de aplacar la indignación moral – justificada – para pensar mejor. La indignación moral, tan elogiada y jaleada en los últimos años como incontrovertible valor cívico, no puede pretender ser un sistema ético, y menos aun un sistema ético con respuestas para todo amasadas con maximalismos inacabables. ¿Podríamos intentar indignarnos menos y a la vez pensar, analizar y proponer algo que mejore esta situación, que ponga dique y luego reduzca este río de sangre que no cesa de manar? ¿Es posible que deje de graznar esa colaboradora de la SER que ahora mismo escucho, a mi pesar, y que explica que mirarle el culo a una ciudadana en el metro es una agresión machista, cuando anteayer detallaba en antena como se comería a Rusell Crowe con papas fritas empezando, hummm, por sus bíceps y sus tetillas? Es imposible avanzar en este pantano humeante de exasperación, juicios morales, condenas fulminantes, generalizaciones sobre el género masculino y antropología recreativa que acaba con un coro sulfúrico dispuesto a dejar bien claro que nada tiene remedio y que las mujeres viven en un infierno cotidiano. No los viejos mal atendidos, los enfermos crónicos o los niños desescolarizados, sino las mujeres. Las mujeres en general. Todas y cada una de las mujeres. Pero no es así. El sexo, aisladamente, no deviene en el principal factor de origen del maltrato: es el sexo en un contexto de valores masculinos y masculinizados y, sobre todo, en un ámbito socioeconómico de desigualdad, pobreza y exclusión. Más del 85% de los asesinatos anuales se producen en esos espacios sociales de conflictividad y pauperismo. Es muy raro que maridos, compañeros o novios asesinen a catedráticas universitarias, odontólogas, físicas nucleares, consejeras delegadas de grandes empresas o diputadas.
Se deberían estudiar con mayor detenimiento – y proyectar y debatir esos estudios – las raíces económicas de la violencia de género. La expulsión del mercado laboral como ejército de reserva para la contratación temporal, la precarización del empleo, la diferencia de salarios entre mujeres de hombres y en definitiva la feminización de la pobreza en el último lustro, con el regreso o el reforzamiento de la dependencia económico y social respecto al varón, probablemente facilite el incremento de la violencia asesina y los malos tratos. La disminución de más de un 60% de los fondos públicos a políticas y programas de prevención y de ataque contra la violencia de género desde 2012 por el Gobierno español –reproducida más o menos en todas las comunidades autonómicas – no puede haber sido irrelevante. Algunas particularidades de la ley 1/2004 de Protección Integral contra la Violencia de Género o en general de nuestro derecho procesal tampoco. Estas muertes no son una maldición bíblica ni forman parte de un orden biológico aterrador o un dominio simbólico inmanejable por una sociedad democrática, Pueden y deben evitarse con voluntad política, diagnósticos sociales y económicos apropiados, propuestas claras y abandono (también) de las cursiladas y los tremendismos de lo políticamente correcto.