Yolanda Díaz

Yolandizar

Yo ni siquiera voy a discutir que pudiera ser cosa de la edad. No cabe descartarlo. Uno ha visto tantas veces este numerito, esta coreografía que empieza como una fiesta de instituto y termina como holocausto caníbal. Pero a un servidor toda esta gigantesca martingala montada alrededor de Yolanda Díaz (y por la propia Yolanda Díaz) se le antoja un ejercicio plenamente marketinero, es decir, básicamente farsesco. Es una convocatoria –para decirlo en puridad – antipodemita, oportunista y vacua. Llega esta señora y te dice, henchida de emoción: “Quiero ser la primea presidenta del Gobierno de España”. Entiendo que le afecte mucho, por supuesto pero, ¿a mí qué diablos me importa? Supuestamente la emotividad colectiva de este anhelo está enraizado en el significado de quien lo anuncia. ¿Qué significa política e ideológicamente Yolanda Díaz? Una excomunista socialdemocratizada, al igual que la socialdemocracia del PSOE ha optado por el populismo despepitado e irresponsable. Díaz podía militar en el PSOE perfectamente mañana mismo. Subir tres veces el salario mínimo interprofesional está bien – con sus luces y sus sombras — pero no es ningún cambio (o comienzo de cambio) estructural en este país. Lo es más, por ejemplo, acertar en el diseño de una política de becas y que se articulen los programas estatales con las becas de comunidades autónomas y de entes locales. Pero eso no forma parte del negociado de Díaz, por supuesto, y calla, como calla cuando el ingreso mínimo vital solo llega al 27% de los hogares donde se necesita dos años después de su creación. Pero da igual.

Se trata de una operación política tan obvia y compleja como un botijo y que tiene en el PSOE de Pedro Sánchez un cómplice necesario. Una parte sustancial de los socios de Podemos están hartos del verticalismo de Ioane Belarra y sus conmilitones y de la ceñuda  tutela de Pablo Iglesias, que dejó el Gobierno, en un gesto de suprema banalidad, porque lo que le gusta es dictar cátedra jenízara en sus programas televisivos, gruñir en la cadena SER y ejercer de sumo sacerdote sin marcharse las manos con las contradicciones y decepciones de la gestión pública. Esos lujos tienen su precio. Y el mayor precio es haber dejado inerme a su partido declarando a Yolanda Díaz como su sucesora como figura central de Unidas Podemos en el Ejecutivo. Al pequeño y ensoberbecido intelectual que es Iglesias no se le pasó por la cabeza que la ministra de Trabajo tuviera unas ambiciones propias particularmente intensas. Debió fijarse en el rubio de bote, los labios rojo pasión, los trajes de nívea blancura, la sonrisa de mermelada y la vocecita atiplada de la vicepresidenta. Se estaba construyendo un personaje a toda velocidad: principista y negociadora, paciente e inflexible, empática pero prudente.  Para pasarles por encima.

De repente Podemos ha envejecido. Qué impresionante crónica morada la de la última década: desde denunciar la falsedad de la representación en el sistema parlamentario a comprobar atónitos que su coaligado (Izquierda Unida) te levante la que es obtenido con ese discurso deslegitimador. La creciente debilitación de las expectativas electorales de Podemos – y el hartazgo hacia el pablismo – ha alarmado a la izquierda madrileña y periférica: En Común Podem, Más País, Compromís et alii. El PSOE aplaude silenciosamente: su máxima aspiración es que Podemos termine admitiéndose como pieza en Sumar, confederación de partidos y plataformas y clubes yolandizadamente moderados que permita reeditar un Gobierno entre el PSOE y una izquierda reorganizada, más amable, más pactista, más doméstica, con los mismos apoyos de fuerzas independentistas catalanas y vascas. “Hoy empieza todo”, dijo Díaz ayer. Antes la izquierda creía en la Historia y sabía que nunca hay un momento donde empieza todo. Ni siquiera las ambiciones más humildes, sonrientes y descarnadas. 

 

 

 

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Yolanda pasaba por ahí

La presentación de ayer de Sumar (calificado por sus organizadores como instrumento, espacio, proceso o plataforma indistintamente) se me antojó un acto ligeramente alucinatorio. Se seleccionaron (¿por quién?) una decena de intervenciones que supuestamente representaban (o encarnaban) distintas situaciones socioprofesionales, pero que en realidad eran gente bregada en movimientos políticos, sindicales o vecinales. Después de escucharlos con cierta resignación y un entusiasmo perfectamente descriptible,  tomó la palabra Yolanda Díaz que, por supuesto, ofreció una pieza embadurnadamente yolandista: una secuencia de ñoñerías abstractas repetidas con una cadencia más inclinada a Laura Pausini que a Rosa Luxemburgo. Lo que ocurre es que sonaba más raro que lo habitual. Díaz actuaba como si toda la movida – intervinientes, público, logotipo, pantallas gigantes de televisión — fuera un fenómeno surgido por generación espontánea y no una operación política auspiciada por ella misma, que tiene su principal referente en ella misma y que si tiene algún recorrido electoral será por ella misma. Es rarísimo simular –como si los ciudadanos fueran idiotas babeantes – que Díaz poco menos que pasaba por ahí para escuchar y tomar nota. De hecho apenas se refirió a los que la habían presidido en el escenario.

Y la cosa, por supuesto, fue empeorando, hasta llegar a la vergüencita de escuchar a la ministra de Trabajo la frase más grotesca del día: “Si vosotros queréis, yo me sumo”. Es decir, que está dispuesta a sumarse – en un gesto de valentía y desprendimiento – a la plataforma que ella misma está montando desde hace meses con un grupo de entusiastas (en su mayoría, cargos públicos, asesores, antiguos compañeros de Comisiones Obreras y exdirigentes descabalgados voluntariamente o no de Izquierda Unida). Me recuerda a un muy colgado compañero de bachillerato que organizó su propio cumpleaños sorpresa y nos invitó a todos con la condición de que no se lo dijéramos a nadie. Aunque su locución fue la propia de un mitin tradicional se diferenció por dos elementos, además del cinismo pinturero ya señalado: un perfume apenas de populismo y una dosis de cursilería. Tal vez sea lo mismo. Díaz aseguró que en la calle – la buena señora al parecer se pasa los días en la calle – solo detecta desafección hacia la política. La política ha desconectado con la gente y todo eso te lo explica una política profesionalizada que es vicepresidenta del Gobierno y dirige el Ministerio de Trabajo.  “Ya está bien de que hablen los de siempre”. ¿Qué hablen los de siempre dónde? ¿En los mítines? ¿En los comités de dirección de los partidos? ¿En la sala de espera del dentista? En fin. Y la advocación final: hay que saber qué país queremos. Tú tienes que decirme lo que debo hacer. Como si un proyecto político fuera un sumatorio de solicitudes y anhelos. Como si esa simplonería de la escucha activa – un lema publicitario, no una metodología política — tuviera algún contacto con las complejidades de una democracia representativa avanzado el siglo XXI.

“Os pido ternura”. La ternura como condición imprescindible para incorporarse a Sumar. Hay que quererse en política como se quiere en la vida cotidiana, es decir, mal.  Es necesario hacer política tiernamente como quien le limpia la caca a un bebé. . Si quieren que les diga la verdad, la cursilería es lo único que encuentro realmente preocupante en el discurso postizo, débil, ergonómico y vacuo de Yolanda Díaz. Los políticos pueden proponer proyectos y ofertas racionalmente emocionantes para sus electores. Pero la acción política debe basarse en la austeridad emocional, no en la exaltación de emociones que incluso pretenden baremarse. Los políticos (en el mejor de los casos) son un mal necesario. Y lo que se les debe exigir – y lo que deben ofrecer como un compromiso – no es ternura, no es cariño, no es una sonrisa de mermelada, sino respeto. Respeto democrático. Respeto, honestidad, transparencia y coherencia. No metan sus zarpas ni sus hociquitos en nuestros amores, afectos y cariños. Es lo que faltaba.   

 

 

 

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Yolanda pasaba por ahí

La presentación de ayer de Sumar (calificado por sus organizadores como instrumento, espacio, proceso o plataforma indistintamente) se me antojó un acto ligeramente alucinatorio. Se seleccionaron (¿por quién?) una decena de intervenciones que supuestamente representaban (o encarnaban) distintas situaciones socioprofesionales, pero que en realidad eran gente bregada en movimientos políticos, sindicales o vecinales. Después de escucharlos con cierta resignación y un entusiasmo perfectamente descriptible,  tomó la palabra Yolanda Díaz que, por supuesto, ofreció una pieza embadurnadamente yolandista: una secuencia de ñoñerías abstractas repetidas con una cadencia más inclinada a Laura Pausini que a Rosa Luxemburgo. Lo que ocurre es que sonaba más raro que lo habitual. Díaz actuaba como si toda la movida – intervinientes, público, logotipo, pantallas gigantes de televisión — fuera un fenómeno surgido por generación espontánea y no una operación política auspiciada por ella misma, que tiene su principal referente en ella misma y que si tiene algún recorrido electoral será por ella misma. Es rarísimo simular –como si los ciudadanos fueran idiotas babeantes – que Díaz poco menos que pasaba por ahí para escuchar y tomar nota. De hecho apenas se refirió a los que la habían presidido en el escenario.

Y la cosa, por supuesto, fue empeorando, hasta llegar a la vergüencita de escuchar a la ministra de Trabajo la frase más grotesca del día: “Si vosotros queréis, yo me sumo”. Es decir, que está dispuesta a sumarse – en un gesto de valentía y desprendimiento – a la plataforma que ella misma está montando desde hace meses con un grupo de entusiastas (en su mayoría, cargos públicos, asesores, antiguos compañeros de Comisiones Obreras y exdirigentes descabalgados voluntariamente o no de Izquierda Unida). Me recuerda a un muy colgado compañero de bachillerato que organizó su propio cumpleaños sorpresa y nos invitó a todos con la condición de que no se lo dijéramos a nadie. Aunque su locución fue la propia de un mitin tradicional se diferenció por dos elementos, además del cinismo pinturero ya señalado: un perfume apenas de populismo y una dosis de cursilería. Tal vez sea lo mismo. Díaz aseguró que en la calle – la buena señora al parecer se pasa los días en la calle – solo detecta desafección hacia la política. La política ha desconectado con la gente y todo eso te lo explica una política profesionalizada que es vicepresidenta del Gobierno y dirige el Ministerio de Trabajo.  “Ya está bien de que hablen los de siempre”. ¿Qué hablen los de siempre dónde? ¿En los mítines? ¿En los comités de dirección de los partidos? ¿En la sala de espera del dentista? En fin. Y la advocación final: hay que saber qué país queremos. Tú tienes que decirme lo que debo hacer. Como si un proyecto político fuera un sumatorio de solicitudes y anhelos. Como si esa simplonería de la escucha activa – un lema publicitario, no una metodología política — tuviera algún contacto con las complejidades de una democracia representativa avanzado el siglo XXI.

“Os pido ternura”. La ternura como condición imprescindible para incorporarse a Sumar. Hay que quererse en política como se quiere en la vida cotidiana. Es necesario hacer política tiernamente. Si quieren que les diga la verdad, la cursilería es lo único que encuentro realmente preocupante en el discurso postizo, débil, ergonómico y vacuo de Yolanda Díaz. Los políticos pueden proponer proyectos y ofertas racionalmente emocionantes para sus electores. Pero la acción política debe basarse en la austeridad emocional, no en la exaltación de emociones que incluso pretenden baremarse. Los políticos (en el mejor de los casos) son un mal necesario. Y lo que se les debe exigir – y lo que deben ofrecer como un compromiso – no es ternura, no es cariño, no es una sonrisa de mermelada, sino respeto. Respeto democrático. Respeto, honestidad, transparencia y coherencia. No metan sus zarpas ni sus hociquitos en nuestros amores, afectos y cariños. Es lo que faltaba.   

 

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Eternamente Yolanda

“Cuando te ví sabía que era cierto/este temor de hallarme descubierto,/tú me desnudas con siete razones/me abres el pecho siempre que me colmas”. El primer tuit, el más madrugador, se lo leía uno de los vividores de La Laguna, un nota sin oficio ni identidad profesional que lleva más una década viviendo de las arcas municipales. La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, visitaba una movida congresual o conferencial de Comisiones Obreras, y era recibida con vítores y aplausos enfervorizados. El nota apuntaba en su tuit: “¿Estoy llorando por ver esto? Sí, estoy llorando”. Es obvio que tiene la lágrima fácil este prenda. Pero más obviamente todavía el tuit es un pequeño posicionamiento, un madrugador saludo de acatamiento a las nuevas circunstancias y a la creciente sombra de la lideresa más o menos posmarxiana. Cuando finalmente Yolanda Díaz sea proclamada la nueva luz de la izquierda redimida por su portentoso liderazgo, en todas partes, en Canarias también, miles de cachorros y talluditos  cantarán la canción de Pablo Milanés, proclamarán eternamente Yolanda y se ofrecerán como adalides y representantes locales de la nueva franquicia. El vividor no hacía más que adelantarse porque todavía conserva algunos reflejos.

“Si me fallaras no voy a morirme/ si he de morir quiero que sea contigo/mi soledad se siente acompañada/por eso a veces sé que necesito (tu mano/tu mano/eternamente tu mano)”. La irresistible ascensión de Díaz al frente de una estructura política rizomática y acumulativa, una plataforma de análisis y ofertas supuestamente coincidentes, no es una buena noticia para la izquierda. Porque no es una estrategia que parta de una fortaleza, sino un deambular inseguro desde la debilidad, desde la angustiosa convicción, ampliamente compartida por dirigentes y cargos públicos y refrendada por las encuestas, de que Unidas Podemos – ya una confluencia entre IU y Podemos con el sumatorio de partiditos, grupúsculos y movimientos regionales y locales – vive un indiscutible declive. Yolanda Díaz es la penúltima argamasa para evitar la disolución en una prolongada agonía político-electoral, en la irrelevancia, en un rapidísimo olvido. Y la ministra se lo currado aprovechando cada minuto desde enero de 2020, cuando llegó al Consejo de Ministros, pero ha intensificado sus esfuerzos a partir de la salida de Pablo Iglesias del Gobierno. Lo hace muy bien y cuenta con excelentes materiales para construir una imagen atractiva, una combinación entre retórica rogelia y gestión moderada, entre firmeza en las convicciones y dulzura galaica, entre una profesional de orígenes relativamente modestos y una señora que se viste y maquilla y relaciona magníficamente. Díaz no causa rechazos como los que producía el señor Iglesias con su prepotencia chulesca y su expresión de extreñimiento vengativo. A la izquierda promesas progresistas, como derogar esa infame reforma laboral que después explica que no se puede derogar; a la derecha más centrada el rostro amable y la palabra suave y cantarina de alguien que no quiere imponer nada, sino negociarlo todo, y que se viste de un blanco inmaculado. ¿Cómo va a acercarse a la suciedad alguien que viste de blanco?

Todo lo demás es, por supuesto, humo y tramoya y la seguridad de que los votantes padecen distintos grados de oligofrenia. Es como eso de estar “en fase de escucha” para construir “un proyecto de país”. Hace apenas dos años se presentó en UP a las elecciones. Dos años, no doce. ¿No tenían ustedes un proyecto de país en 2019? ¿No escuchaban ustedes entonces a la gente? ¿No lo han hecho en los últimos 25 meses? Pero los hay que comprarán este revenido sopicaldo, sin contar con los que, como el vividor lagunero, se dejarán la piel para vivir sin trabajar. De un himno de amor la canción de Milanés suena aquí la caricatura de un requiem apenas postergado: “Si alguna vez me siento derrotado/renuncio a ver el sol cada mañana/ rezando el credo que me han enseñado/miro a tu cara y digo en la ventana/Yolanda Yolanda/ eternamente Yolanda”.  

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Alberto autocentrado

Alberto Rodríguez desembarcó en el aeropuerto de Los Rodeos desarrollando una ceremonia preparada por varios compañeros de Podemos y por él mismo. Se había convocado a dar una bienvenida como héroe homérico a través de las redes sociales al exdiputado y ex secretario de Organización, y un centenar de personas lo recibieran entre aplausos, globos de colores y alguna pancarta. La recepción aspiraba a ser el ritual merecido por el exiliado de una dictadura feroz o el excarcelado por un tirano antropófago y desprendía –como apuntó agudamente el politólogo de Ayoze Corujo – cierto perfume cubillista. Rodríguez, por supuesto, ha construido su relato, un fantástico relato de victimización, con la ayuda de ministros y dirigentes de Podemos, pero no le tembló la voz al anunciar que abandonaba la organización morada “tras comprobar los límites de las mismas desde una perspectiva archipiélagica autocentrada” (sic)” advirtiendo acto seguido que “la lucha sigue, Canarias es tierra de brega, aquí no se rinde nadie”. A varios podemitas se les encogió el corazón y a otros los glúteos. No entienden lo que ocurre. Hace tres días Rodríguez era un orgulloso diputado de Podemos; ahora, desprovisto del escaño como consecuencia de una muy discutible y discutida sentencia del Tribunal Supremo, Podemos quedaba definitivamente atrás como un cachivache inútil. Sucede, simplemente, que tal y como había dicho Rodríguez termina un juego y comienza otro. No el de su partido, sus compañeros o sus electores, sino el suyo, el juego de la supervivencia política de Alberto Rodríguez.

En un principio siempre es el verbo. El exdiputado enhebró un discurso reivindicativo sutil y ligeramente distinto de la habitual logomaquia podemista. Ahí estaba, por supuesto, el siempre supurante resentimiento social, indicando lacrimosamente que a las personas de cuatro apellidos no los persigue la justicia ni le quitan un escaño, pero también se añadió un chorrito de mojo etnicista: lo procesaron, juzgaron y condenaron porque era canario, porque con un vasco, un madrileño o un riojano no se hubieran atrevido. Rodríguez, en ese preciso momento, estaba tocando con la punta del pie una ampliación y redefinición de su espacio político. A ver qué tal.

Lo cierto es que el héroe ha decidido aprovechar la escandalera montada por él mismo y sus cuates para convertirse en la más madrugadora crisálida en la reorganización de las izquierdas patrias y matrias. El pasado marzo anunció que no se presentaría a las primarias para revalidarse como secretario de Organización de Podemos, pero ese aviso era un engañoso disparate. Simplemente Ione Belarra no contaba con él para la dirección que sucediera al liderazgo carbonizado de Pablo Iglesias. La cuota canaria estaba cubierta por Noemí Santana, que tampoco forma parte del núcleo duro de la secretaria general. Rodríguez se sintió maltratado e incluso ningüneado, aunque entonces, hace apenas seis meses, declaró que se sentía satisfecho y orgulloso por su labor como responsable de Organización, porque había contribuido a cohesionar y fortalecer al partido y sus confluencias. Pero, ¿soportar dos años en silencio o viviendo de una asesoría limosnera en Madrid? ¿Por qué no rentabilizar ese relato idiota pero molón (la derecha judicial arrebatando el escaño a un proleta canario) desde ya mismo y a su propio favor, siendo el único damnificado? ¿Por qué no abandonar ya un barco que hace aguas y fletar su propia falúa, más roja, más antisistema, más nacionalistera, que pueda sumarse a la flota que se movilizará cuando Yolanda Díaz sea aclamada Almirante de la Penúltima Esperanza de la Izquierda Entera y Verdadera? No le podrán acusar de traición, porque navegará en la misma corriente y en idéntica dirección, pero desde su bote contestario, exclusivo pero no excluyente. negociando, en su caso, con sus antiguos compañeros. Y con la mirada puesta no en Madrid, por supuesto, sino en el ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife o en el Cabildo Insular. Autocentrado en sí mismo y más chachi que nunca, mi gente bonita, mi tierra preciosa, mi isla linda.  

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