He estado a punto de dedicar el artículo a la condena judicial de Guillermo García, quien fuera director general de la RTVC durante el mandato presidencial de Paulino Rivero (2007-2015). El pobre debe estar destrozado: cuatro años de inhabilitación para cargo público. Pero he decidido aparcar el asunto por dos razones. La primera, porque no conozco a García. Contra lo que ocurre con gente que ahora abomina de su figura legendaria yo solo me tropecé dos veces en mi vida con el exdirector general. En la primera ocasión en las puertas de Radio Club, que siempre he atravesado, por cierto, sin saber para qué. De repente apareció García, bajando las escaleras con un taconeo similar al de Lola Flores, y le saludé con una mínima cortesía. Se quedó paralizado y mirándome fijamente. Le ofrecí de nuevo los buenos días. Siguió inmóvil observándome con ojos brillantes. Parecía catatónico. De repente inspiró profundamente, se estremeció y salió por patas. En la segunda ocasión, años más tarde, ya no estaba en el poder, y vestía de blanco inmaculado, como convocando a Ochún contra la magistratura de sus pesadillas, y me soltó una perorata inconexa de diez minutos de la que no recuerdo ni una palabra. Sospecho que siempre me consideró un imbécil.
Pero sobre todo, y eso es más grave, yo no es que no conociera a García, sino que era ajeno a su ámbito, y ese ámbito, glamuroso como una vomitada después de una fiesta en el Casino de los Caballeros, era casi todo el mundo, toda esa dulce pijería que llegó al periodismo tinerfeño en los años noventa –con algún injerto más añoso – y que siempre creyó que los periódicos, las emisoras y las televisiones eran excusas para prosperar y hacer pasta, una pasta cocinada invariablemente en los hornos del poder político y empresarial. Pero sobre todo político. Eran gente muy lista que ha sobrevivido estupendamente bien incluso después de la desaparición de sus padrinos y compinches. Alguno se hizo con un periódico y todo. A mí me entusiasma el caso de otro, que trabajó como meatintas de Miguel Zerolo, Adán Martín y Paulino Rivero, y hoy fulge como todo un progresista que, por supuesto, no tiene nada que ver con la gentuza coalicionera. Y el que se ha convertido en locutor de radio? ¿Y el atorrante pedantesco que parasita un programa populachero en la misma cadena? Toda esta magnífica tropa formó parte de la corte de García, como en cierta forma también lo hicieron aquellos a los que el director siempre hiperactivo les arrebató algún contratito, siguiendo las instrucciones de Paulino Rivero, por lo que le juraron un odio jupiterino.
Y esa es precisamente la clave de todo el asunto. Willy García no fue el instrumento tenebroso de un mago aprendiz de brujo que quería eternizarse en el poder, un mediocre entronizado al que solo el poder podía eternizar. Willy García –su estilo de corrupción o su eficiente zafiedad– fue estrictamente una necesidad, una consecuencia inevitable, el precipitado de una química de la desvergüenza, las ambiciones y la estupidez de cientos de personas — políticos, periodistas, productores, figurantes – que actuaban bajo el principio (in)moral de que todos y cada uno de ellos tenían derecho de meter el cazo hasta donde les alcanzara el brazo. Los que ganaron y los que perdieron, los que lo consiguieron y los que lo intentaron, los que hicieron carrera y los que perdieron algún pequeño chollos, todos ellos, sin excepción que valga la pena, podrían y tal vez deberían vestirse de blanco inmaculado, ponerse fijador en el pelo, comprarse zapatos caros y ahorcarse con una corbata telegénica y recorrer las calles de Tenerife para proclamar una verdad modesta pero evidente: “Todos somos Willy García”.
Pero no vale la pena escribir de esto.