Del total de la deuda exterior portuguesa, son unos 86.000 millones de euros, perra más o perra menos, la que los vecinos le deben a los bancos españoles. Ayer, a primera hora de la mañana, sonaban los enloquecidos clarines bolsísticos y la quiebra de Portugal – su intervención, como dicen los más dramáticos — parecía cosa de horas. Este vendaval chiflado y cruel comenzó a amainar cuando alguien (vete a saber quién exactamente) le aseguró desde Bruselas a varios operadores de Blommberg.com que el Banco Central Europeo estaba comprando deuda pública portuguesa. Entonces los mercados dejaron de aullar y a media tarde ya solo se escuchaban gruñidos. Pasado mañana el Gobierno de Portugal subastará un nueve paquete de bonos del Estado (apenas unos 1.100 millones de euros) pero nadie sabe ahora mismo que interés deberá aplicar, y hay quien asegura que ni siquiera Camoes conseguiría venderlos puerta a puerta con una dedicatoria personal. Veinticuatro horas después le tocará a España vender deuda para disponer de liquidez: en parte para pagar la deuda que vencerá la próxima primavera y en parte para que usted pueda seguir acudiendo a su médico de la Seguridad Social, por ejemplo. Para este florido año que acaba de empezar el Estado español deberá afrontar un vencimiento de deuda cuyo volumen se eleva a 121.300 millones de euros y la banca patria deberá apoquinar a sus deudores nada menos que 97.506 millones de euros. ¿Cómo afrontar este monstruoso pago, una hidra a la que, si le cortas una cabeza, brotan otras dos? Pues muy probablemente acudiendo, en parte, a más endeudamiento, a lo que algunos suman el milagro de que los deudores – tanto de deuda soberana como de deuda bancaria – admiten quitas, es decir, toleren no pagar una parte de que les corresponde para no contribuir a un hundimiento por el que cobrarían mucho menos.
Me asomo a la ventana y enciendo un cigarrillo, porque la autoridad incompetente todavía me permite fumar en la ventana. Es casi de noche y por la calle transitan madres tirando de carritos infantiles, oficinistas en exhausta retirada, un panadero somnoliento, un par de pibes que regresan del Instituto arrastrando las bambas, el borrachito del barrio que acaba de cerrar con un gesto de melancolía el bar del palmero de la esquina. Es sobre sus cabezas sobre las que ruge esta tormenta brutal que amenaza con arrasarlo todo, pero no se enteran, no pueden enterarse, no quieren enterarse a veces. Una mañana se levantarán (nos levantaremos) en medio de un roquedal y sin un palo donde ahorcarnos.
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