Ayer descubrí a un murguero triste. Subía solitariamente por la calle, ya de madrugada, y parecía arrastrar hasta la nariz de payaso por el suelo humedecido por una ligerísima lluvia. Una auténtica novedad, porque los murgueros no suelen mostrarse tristes, sino cabreados. Ya no recuerdo la última vez que ví a alguno de ellos reírse en el escenario. Los murgueros, desde hace varios lustros, están permanentemente emputados, porque han asumido un papel que nadie jamás les pidió: ser la voz del pueblo. Una tremebunda responsabilidad que no puede asumirse ni ejercerse, obviamente, con una sonrisa en los labios. Desde que se produjo este acontecimiento, es decir, la transformación de las murgas en un hibrido pintarrajeado entre el Orfeón Donostiarra y Maximilien Robespierre, los murgueros ya no se ríen, sino se encrespan; ya no vacilan, sino denuncian; ya no son agentes libres que terminaban –como todos nosotros –borrachos al amanecer, sino que forman parte normalizada, asimilada, deglutida del carnaval institucional, regado con cientos de miles de euros y cubierto por una maraña selvática de ordenanzas, normas y reglamentos
El murguero triste, acaso melancólico, venía, con toda seguridad, del concurso de murgas. Hasta en su lento y cansino andar se le notaba hondamente decepcionado. Su murga no había ganado y no cabe dudar que se lo merecía. La voz del pueblo, como el pueblo en general, resulta muy sensible al halago, y los premios son, básicamente, distinciones halagadoras. Mientras las murgas se transformaban en agentes reconocidos, premiados y subvencionados de la sociedad civil, los partidos políticos han hecho el camino inverso, murguerizándose hasta extremos, precisamente, payasescos. No hay murgas más cabalmente murgueras que los actuales partidos políticos. Todos son la voz del pueblo. Todos denuncian lo que se ha hecho vergonzosamente mal. Todos disfrutan de una democracia interna tremendamente murguera. Todos desafinan bajo la batuta del payaso jefe y cuando llega la hora del concurso, es decir, de las elecciones, todos han ganado en buena lid, y si refunfuñan es para advertir que las bases del concurso se reducen a un conjunto de trampas para que siempre venzan los mismos y no se pueda escuchar (en efecto) la voz del pueblo.
Me gustaría haber podido explicárselo al murguero triste, solitario y final del otro día. Haberle dicho, con lágrimas en los ojos: “Han estado muy bien. El próximo año estarán en la final y puede que saquen un diputado”. O algo así.
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