La tarde de ayer fue muy curiosa. De la misma forma que todo el mundo recuerda o pretende recordar dónde estaba el 23 de febrero de 1981 o el 11 de septiembre de 2001 sería justo y necesario que, en el futuro, pudiéramos precisar nuestra anecdótica ubicación durante la comparecencia de Jordi Pujol en el Parlamento de Cataluña. Un acontecimiento excepcional. Un dirigente político que había gobernado un país rico y culto durante cerca de un cuarto de siglo, fundador de su principal partido y símbolo del nacionalismo catalán, había confesado recientemente un delito. Una fortuna de millones de euros oculta en un banco andorrano y que no había regularizado fiscalmente porque no había encontrado jamás tiempo para hacerlo. La mayor parte de sus hijos y su esposa estaban sometidos a investigación policial – cuyos primeros informes apuntaban a indicios vinculados a sobornos, mefíticos entramados empresariales, cuentas en paraísos fiscales, inversiones multimillonarias – y ya se habían celebrado los primeros interrogatorios en sede judicial. El Parlamento quería saber la verdad de Pujol. Pero en realidad ofreció la suya.
Para empezar el delincuente confeso recibió un trato reglamentario exquisito. Nada de obligarle a contestar individualmente a las preguntas que se le formulasen. El delincuente confeso contestaría a las preguntas en bloque en un turno de media hora y sin posibilidad de réplica. Exactamente igual a cómo se celebraron tantas de las sesiones parlamentarias en las que el delincuente confesó se aburrió desdeñosamente durante su largo reinado. Tanta indignidad fue digna de verse. El portavoz de su partido practicó un dadaísmo baboso que parecía remitirse a un cataclismo volcánico en una lejana era geológica. La portavoz del socio parlamentario – tan republicana, tan de izquierdas – declaró sentirse desolada mientras su jefe de filas se ausentaba cobardemente de la Cámara. Al portavoz socialista la situación se le antojó “incomprensible”, pero no preguntó nada, por si acaso la comprendía. El portavoz de CUP, un perfecto idiota político, encontró la explicación del comportamiento del presidente en su condición de traidorzuelo burgués al servicio de los intereses españolistas sin encontrar necesidad de entrar en mayores detalles. Cuando los únicos diputados que censuraron su conducta y le exigieron información hablaron (PP, Ciudadanos e IC) el octagenario caudillo descompuso el gesto. Y en su contestación sin respuestas el delincuente confeso les espetó una bronca. Los descalificó brutalmente. Les mostró su ira y su desprecio. Como en los viejos tiempos. Como si nada hubiera cambiado.
Pero algo sí ha cambiado. Ayer, en Cataluña, a la democracia parlamentaria se le meó larga y cálidamente en la cara. Y no fue Pujol, sino la inmensa mayoría de los diputados los que orinaron con entusiasmo melancólico. Pujol se limitó a cagarse en ellos. Que tomen nota los que ya vislumbran el paraíso democrático y social tras la independencia.
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