Los relatos no hablan de sí mismos; hablan, sobre todo, de sus lectores. Las preferencias literarias nos definen y hoy el género más en boga es la fábula, es decir, una historia colonizada por una moraleja. Hace poco construimos entre todos en esta isla – bueno, para ser justos, unos más que otros – la fábula de un matrimonio de ancianos de Tacoronte a los que la cruel maquinaria judicial, impulsada por un vecino estereotipadamente egoísta, conseguía arrebatarle su vivienda y dejarlos en la calle. Una obra de autor colectivo en el cual se incluían muchos vecinos, organizaciones como Stop Desahucios o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y, por supuesto, los medios de comunicación, alertas por una historia de tan concentrado y desgarrador interés humano. Fue terrible: la policía, aparato represor al servicio del Estado, llegando al amanecer al pueblo, los fotógrafos haciéndose un gimoteante selfie para demostrar que estaban ahí y no les dejaban acercarse a la vivienda, los ancianos llorando con sus humildes enseres en la calle, el alcalde callejeando con el rostro desencajado por los alrededores, las maldiciones agoreras contra el denunciante, el triunfo de la maldad abrumando todos los espíritus.
Muy mal. Quiero decir, muy bien. Ya me entienden.
Unos días después los medios, sin despeinarse, visitan a los encantadores ancianos en su nueva vivienda. ¿Un inmueble de titularidad municipal acaso cedido por el ayuntamiento de Tacoronte? No, no. El maltratado matrimonio es propietario de otra vivienda, situada en la misma calle que la anterior. A muy pocos metros de distancia. Es una casita de 75 metros cuadrados construidos sobre una parcela de 278 metros cuadrados. La finca es mayor que la anterior, aunque la vivienda sea más pequeña. En media hora habían hecho la mudanza. Después el matrimonio de jubilados disfrutó de unos días de asueto en un hotel del Puerto de la Cruz. Instalados en su nueva residencia la simpatía por su causa (sic) ha llevado a una empresa a instalarle gratuitamente una esplendorosa cocina completa. La casita la heredaron en su día de un vecino (llamado, según explican, Leovigildo, del que, como los reyes godos, jamás mencionan el apellido, qué importancia tiene el apellido en un episodio tan hermoso) al que ambos cuidaron durante sus últimos años de enfermedad. Por desgracia la amenaza no les abandona: tienen recurrido en el juzgado el pago del impuesto de transmisión patrimonial. A ver si hay suerte.
Los medios de comunicación renuncian a revisar lo contado en los últimos meses desde la luz que arrojan estas nuevas, digamos, circunstancias. La PAH no dice ahora ni pío. No se va a reventar ahora esta fábula magistral que ilustra tan espléndidamente tanta basura idiosincrásica: nuestra pasión por el chisme apesadumbrado, nuestra profesionalidad, ese acendrado sentido de la justicia al que ninguna inteligencia puede sobornar, la orgullosa incapacidad para entender y gestionar, sin baboserías ni maniqueísmos, lo que nos rodea. No olviden la moraleja: somos idiotas.
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