Me apetece escribir un artículo corto. No creo que me sea posible. Una tarde, hará unos quince años, conocí a uno de los grandes poetas de la lengua, el cubano Gastón Baquero, quizás el hombre, sin duda el escritor, más espontánea y sencillamente modesto que he conocido. La entrevista concedida debería haber durado media hora; finalmente estuvimos hablando dos horas y media. Baquero era un conversador inolvidable. Todavía joven (y más sorprendentemente: mulato y homosexual) había llegado a ser redactor jefe de Diario de la Marina, el gran periódico cubano, el medio de la muy reaccionaria oligarquía empresarial y azucarera de la Isla. Después, en el exilio, Baquero siguió viviendo mal que bien del periodismo. Estuvimos un buen rato deshogándonos sobre las miseria del oficio: yo, como era muy joven, protestado con expresiones iracunda; Baquero, como era un anciano muy sabio, como quien asume que el cielo es a veces azul, a veces gris, a veces blanco, y así son las cosas, y el paragüas suele ser tan inútil como la sombrilla. Me contó Baquero que su maestro, Lezama Lima, siempre andaba corto de dinero, y que pudo darle un rinconcito en una página par, donde publicó unos textos prodigiosos que, mucho más tarde, se recogieron en un libro: Analectas del reloj. El subdirector lo llamó enseguida:
–Mire, Baquero, ¿qué vaina es esa? No se entiende absolutamente nada. Y ocupa demasiado espacio. Dígale a su amigo, el Lezama Loma ese, que escriba en español.
Un par de meses más tarde el subdirector lo citó de nuevo en el despacho.
–Oiga, Baquero, ¿usted que quiere? ¿Está buscando problemas? El periódico no es un sitio para aprender a escribir. Aquí se viene ya aprendido. Y su amigo además escribe demasiado poco. Haga el favor de corregir esta situación de una vez.
La situación –claro — tenía que terminar abruptamente. Pocas semanas después lo llamó el gerente, “un hombre de una ignorancia enciclopédica aun más pormenorizada que la del subdirector” y le comunicó que no se le pagaría un peso más al tal Luís Lomas. “Y en ese momento”, dijo lentamente Baquero con una sonrisa, “Lezama y Juan Ramón Jiménez eran los primeros poetas de la lengua, los mayores creadores del idioma”. Al final de la tarde, con el último sorbo del último café, volviendo por un segundo al periodismo, Baquero sonrió de nuevo y me preguntó si en mi periódico teníamos ordenadores. Asentí y dijo que no le extrañaría nada que un día las computadoras — así las llamó –sustituirían a los periodistas. “¿Por qué no? Si se trata de repetir lo que dicen los gobiernos y las autoridades en sus comunicados y declaraciones y si tienes en cuenta que las computadores no cobran sueldos ni se ponen enfermas, es la situación ideal para los editores”. Cada vez que escucho a un cancamusero del periodismo 2.0 me acuerdo del viejo Gastón Baquero sonriendo, un perdedor pero nunca un derrotado, puro pellejo e ironía en un sillón mullido del Hotel Mencey. Los cancamuseros de las nuevas tecnologías de la información y su cohorte de mamones a los que es inútil repetir los argumentos más evidentes. “Tú no eres un intelectual: simplemente tienes conexión con Internet. Tú no eres un periodista: simplemente tienes un blog donde cuelgas tus pringosas ocurrencias. Tú no eres un experto en comunicación: te limitas a parasitar con tu verborrea la desesperación de un modelo de negocio informativo que se hunde inevitablemente y para siempre”.
No sé por qué he recordado en esta tarde lánguida y calurosa al maestro Gastón Baquero mientras la gente, en sus febriles cubículos, se estremece y aúlla con el partido correspondiente de la Eurocopa. “Mientras trabajamos y nos afanamos y nos ciega el presente tenemos que aprender de nuevo a esperar”, decía el viejo Bloch en El principio esperanza. Tal vez porque cada uno se refugia en lo que puede cuando la noche se empeña en prolongarse, con los ojos cerrados por el espanto, y las noticias ya no son malas, sino pésimas. Cuando vivimos una banca intervenida, una economía intervenida, una democracia intervenida, y nuestras intervenciones resultan, al cabo, perfectamente inútiles, sean una manifestación, una huelga o un artículo. Entonces marcho al cuarto cercano y las observo morosamente mientras duermen y esa imagen, de la que disfruto durante mucho tiempo en un silencio milagroso y tibio, una imagen e la que bebo como un agua fresca inacabable, me reconforta, me emociona y me fortalece como una piedra enamorada, porque mientras ese sueño sonriente y feliz continúe, mientras la vida respire y se reinvente cada día, no ha pasado nada realmente malo, fatal o irreparable. Y entonces, es inevitable, recuerdo un poema de Gastón Baquero, Breve viaje nocturno, que me advierte lo cerca y lo lejos que están ellas, lo lejos y lo cerca que están para siempre nuestras almas.
Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.
Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.