Un amigo venezolano se frotaba las manos y sonreía lobunamente al comentar la penúltima operación de Hugo Chávez en La Habana. “A ver si ese carrizo se va pal carajo de una vez”. Le pregunté si, sinceramente, deseaba la muerte del presidente venezolano. Pareció muy asombrado y aludió a alguna sentencia lapidaria, “quien a hierro mata a hierro debe morir”, o algo por el estilo. “La única manera de que Chávez no siga destrozando Venezuela es muriéndose”, agregó. Yo le dije que opinaba aproximadamente lo contrario: si algo garantizaba el derrumbe definitivo de la República en el caos y, quizás, en la guerra civil, era el fallecimiento de Chávez a causa del cáncer que le fue detectado el pasado año.
Soy de los que piensan que la denominada revolución bolivariana es, sustancialmente, un fraude que presenta todas las patologías endémicas del populismo latinoamericano: el caudillismo exasperado, el mesianismo estrambótico y vocinglero, la permisividad ante la corrupción de los buenos patriotas y la incondicional persecución de los traidores, la intolerancia, los pujos de uniformización ideológica, la cooptación de las instituciones públicas, el desprecio hacia el pensamiento crítico e independiente, el clientelismo a gran escala como política de un Estado monstruosamente agigantado. Si el PIB de la República de Venezuela se estanca pero la población mayoritaria no se sigue hundiendo en la miseria es, simplemente, porque se compra absolutamente todo (desde la harina de las arepas hasta la maquinaria industrial) a punta de petrodólares y con los Estados Unidos como principal mercado y, al mismo tiempo, principal cliente petrolero. Hugo Chávez no solo ha sustituido una fachada democrática por una fachada revolucionaria bajo la obsesión de un omnímodo control: está conduciendo al país a un desastre económico y social que pagarán las futuras generaciones de venezolanos. Ha fundado y fortalecido un régimen autoritario, desde luego, que se expande cada día con vocación de dictadura sempiterna, pero Chávez no es un asesino. No le gusta el sabor de la sangre. Aun más: Chávez es la clave de bóveda de un abigarrado conjunto de grupos, mesnadas y camarillas militares y políticas cuya articulación y continuidad dependen del formidable carisma y de la astucia política del exteniente coronel de paracaidistas. Chávez no ha fusilado ni ahorcado a sus opositores: la ha bastado con hacerles la vida imposible. Su muerte abriría un proceso implosivo en la amplia coalición que lo apoya y muchos de sus generales, ministros, gobernadores y alcaldes no dudarían en emplear la balasera, la tortura y el exilio para afianzarse en el poder y rendir cualquier resistencia.
Chávez debe vivir para ser derrotado en las próximas elecciones presidenciales. La estampa ideal es un Chávez anciano, digno oficial jubilado que cultive rosas por las mañanas y se dedique a la pesca por la tarde y que sea invitado de vez en cuando a Radiorrochela.
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